El norte del desierto y de las playas
La región de Atacama es singular y famosa por su aridez. Allí se erige como un símbolo, en medio de la nada, una impresionante escultura del artista chileno Mario Irarrázabal; a pocos kilómetros aparece luego la belleza de las salvajes playas del Pacífico, a un paso del Trópico de Capricornio.
Decir Atacama es pensar enseguida en el pueblito de San Pedro, rodeado de volcanes y hecho de puro adobe y soledad allá en el norte del Chile cordillerano. Y sin embargo, el vasto desierto que lleva ese nombre supera en mucho estos límites y sorprende porque, en sus 1600 kilómetros de largo y 180 de ancho, es un abanico de diversidad delimitado por el Pacífico al oeste y los Andes al este.
La ciudad de Antofagasta es una de las puertas de entrada al desierto de Atacama. Una urbe próspera, de la mano de la minería, y ahora con una renovada vocación turística gracias al encanto de sus playas. Porque basta salir una hora hacia el norte para encontrarse con lugares como Hornitos y Mejillones, que después de cruzar el Trópico de Capricornio -hay un hito al que resulta ideal llegar al mediodía para sacar las fotos sin sombra- invitan a descubrir la belleza del litoral pacífico. Vale recordar que, pese a la latitud, el agua es fría: aquí actúa la corriente de Humboldt. Pero el azul del océano y la extensión de las playas, algunas más y otras menos agrestes, las vuelven una tentación. Hornitos es popular porque está rodeada de paredes de arenisca que bordean la costa y que facilitan las térmicas para practicar parapente. Muy cerca, Mejillones se encuentra en la punta de una península y es muy visitada por familias que, además de acampar en la arena, visitan las estatuas de la famosa historieta chilena Condorito, alineadas en una de las avenidas perpendiculares al mar.
Pero el lugar más lindo e imperdible de esta parte de la costa es Punta de Rieles, una de las playas de Mejillones, a la que se llega atravesando un increíble paisaje lunar para luego descubrir el océano turquesa allá al fondo, en medio de las curvas y del desierto. Un lugar fotogénico y sorprendente incluso para los viajeros avezados.
Rumbo al sur
Hasta Antofagasta se puede llegar desde el sur por la carretera que bordea la costa -casi todo el trayecto- desde La Serena, siempre y cuando se esté dispuesto a dedicarle el menos un día a la travesía en auto. Vale la pena: partiendo de la bahía de Coquimbo, un primer alto hay que hacerlo en el pueblo de Taltal, conformado por algunas manzanas de casas bajas y una plaza principal que concentra la animación en los fines de semana. Desde allí se sigue hasta el hito de Paposo, que recuerda el punto exacto donde se encontraba la frontera entre Chile y Bolivia antes de la guerra que dividió a ambos países de manera irreconciliable. No hay mucho: una bandera, un puñado de casas modestas y un cartel que evoca aquellos hechos. Pero las repercusiones del conflicto entre los dos países dura hasta el día de hoy.
Dejando Paposo y la costa para internarse hacia el este, aparece el desvío a Cerro Paranal, donde funciona el Observatorio Europeo Austral (ESO por sus siglas en inglés). Se lo puede visitar solo los días sábados, después de haber reservado turno por Internet, en forma gratuita. En caravana, los autos suben por las instalaciones del ESO y llegan al corazón mismo de los grandes telescopios, que los visitantes pueden recorrer y fotografiar. También se conoce durante el paseo el área donde viven y trabajan los investigadores, que -estrellas obligan- observan el cielo de noche y duermen de día, de modo que hay que moverse con discreción.
En poco tiempo más habrá aquí otro gigantesco telescopio, que funcionará en el vecino cerro Armazones. Cerro Paranal está en medio del territorio más árido que pueda imaginarse, y sin embargo en las cercanías aparecen los carteles que señalan los lugares donde se produce el famoso fenómeno del “desierto florido”, que se da rara vez cuando caen las escasísimas lluvias. Y poniendo rumbo nuevamente hacia el norte, hacia Antofagasta, aparece la otra postal famosa de la región: es la Mano del Desierto, una escultura del chileno Mario Irarrázabal que asoma sus dedos de la tierra y donde se paran religiosamente todos los viajeros -muy especialmente los que atraviesan el desierto en moto- para sacarse una foto (y a veces “intervienen” algo más, ya que la mano requiere restauración constante por los graffiti). Por la noche, sobre todo en los meses de invierno, el espectáculo del cielo es sencillamente inolvidable, como en toda la región. Desde la escultura falta poco para volver a Antofagasta: y ahí sí, si ya se conocieron las playas del norte, lo mejor es poner rumbo al este y finalmente desembarcar en San Pedro de Atacama.